No sé qué hora de la tarde es. Hace mucho calor y entra demasiada luz
para la penumbra que pretendo crear. La época de las navidades aquí en el bajo
bajo mundo se vuelve un infierno con temperaturas insoportables. Alrededor de
las quince horas. Sí, por ahí debe andar. De la temperatura mejor no arriesgo
valores, a ver si acierto y, consciente de mi propia desesperación, las gotas
que me van chorreando precisas y rigurosas cobran algún tipo de confianza y
entonces aceleran su búsqueda aristotélica del centro del universo, lo que la
ciencia ha dado en llamar la gravedad. Me dispongo a continuar la lectura que viene
siendo interrumpida desde hace días, un libro de entrevistas, un género que me
ha gustado siempre; alguna vez tuve la impresión de que se trataba de un género
menor pero con el tiempo y la experiencia -qué palabra, quizás no deba
utilizarla, ¿cuál experiencia?, experimentar qué, si sigo aquí, sufriendo este
calor que no puedo soportar, la experiencia es un título que no alcanzaré
nunca, tendré jamás la oportunidad de revolear el birrete al recibir un diploma
de experimentado, experimentado en qué, ¿en arte?, ¿en literatura?, ¿en
entrevistas?, ¿en textos escritos a cuatro manos?, ¿en periodismo?, ¿en
biografismos?, ¿en los sentimentalismos, acaso, que tienen que ver con el amor
de una mujer en un puerto al que no llegaré nunca?, experiencia, experticia,
exageración, sin duda-, con el tiempo y la experiencia, decía, he aprendido -me
permito utilizar este verbo en este tiempo que convinimos denominar pretérito
perfecto compuesto- que el género entrevista puede resultar más que rico, más
que interesante, más que promisorio, las cosas dependen del entrevistador y del
entrevistado, de las cuatro manos y de las palabras. Así que intento seguir la
lectura. Hay, sin embargo, un rumor, algo apenas perceptible pero que yo
percibo muy bien en tanto la casa estaba, hasta hace un momento, en total
quietud y silencio, hay un susurro, como lamento, que me viene de por allá y
que me martilla la cabeza y entonces ya no puedo lograr ninguna concentración,
hay mucha gente que está durmiendo su siesta sólo para olvidar el calor que
agobia y la melancolía de la sobremesa del 25 de diciembre; como la melancolía
me es parte incondicional, simbiótica, por el hecho de ser argentino, ¿vio?, un
spleen netamente rioplatense que no se compara con nada que pueda sentirse si
se pertenece a otra región, el tango y todo lo suyo, el dolor y la total y
descarada pérdida de vergüenza que nos permite abrirnos al mundo y expectorar
el sino propio atravesado de humillaciones y llantos -debí decir lloros-, yo no
duermo la siesta en circunstancias como ésta, yo leo, yo, que pretendo leer,
oigo las respiraciones como sismos, como vientos huracanados, es la respiración
de un centauro a mis espaldas, que me vigila, que me cuestiona, que cuestiona
con toda autoridad mi lectura, que está esperando -lo sé de fijo- que acabe el
libro y me dé la vuelta para verlo, para mirarlo a los ojos, tendré que alzar
la cabeza exageradamente, ni sé cómo es que un centauro de este tamaño puede
entrar en esta habitación. Pero me olvido del centauro, es un gigante híbrido
que no me hará daño: los centauros no existen. Sin embargo, las condiciones
están dadas para que yo, agobiado y exhausto por el rigor de las nueces y de la
retahíla de calorías foráneas que dicen presente de prepo en estas fiestas -en
estas Fiestas- sienta la respiración del monstruo aquí no más a mis espaldas
-aunque sólo tenga una- y si no sintiera en mi cabeza los efectos del whiskey
que tan afable se dejó llevar anoche por mis ansias me impresionaría tener que
admitir que siento con precisión de cuento de Quiroga los hilos de baba de este
híbrido que tengo detrás y que su boca hedionda deja caer sobre mi cuello que
ya es un río de baba, con lo cual entiendo que agazapado y acechante el
centauro es un perro de Pavlov. No me atrevo a limpiarme con el trapo que está
al alcance cómodo de mi mano, aquí sobre la mesa, porque no necesito más
distracciones y porque hacerlo, quitarme la baba caliente del cuello con el
repasador navideño, implicaría aceptar que hay un centauro furibundo en este
comedor y yo no soy de los tipos que aceptan cosas de esta guisa. Escéptico,
que le dicen. Por lo pronto es una sombra, hay un jadeo constante y aterrador
pero no hay monstruo, mientras yo no voltee no habrá monstruo; ahora sólo hay
sombra y terror acezante, una respiración húmeda que me moja el cuello de la
camisa, gotas de una baba que sospecho pastosa, blanca, lánguida, tenebrosa;
una ventisca que me mueve el cabello y que me eriza la piel. El miedo mismo. La
nada y el miedo. Barro, pisadas alrededor de la mesa, ruidos lejanos pero tan
cerca, la humedad, algo como una tos o un carraspeo que es todo furia; un olor
insoportable de nauseabundo, olor animal, olor a sangre, a muerte, a hombre
sucio de guerra, animal hombre guerra muerte y ya no sé contener la náusea;
pienso en Sartre, las lecturas en una casa de veraneo -qué cosa horrorosa,
igual que los balances de fin de año que comprenden inexorablemente un tiempo
inventado entre enero y diciembre- con una copa en la mano y una luz tenue que
ya no puedo recordar de dónde provenía, la mano de Madeleine sobre mi mano, sus
ojos requisando mi estar en otro lugar siempre, aunque estuviera con ella,
aunque la estuviese queriendo, siempre yo en otro lugar y los ojos de Madeleine
que me buscaban como si. Ahora noto -y no sin asombro, aunque usted no me lo
crea- que si levanto apenas la cabeza y alzo también apenas la vista
descuidando por un momento el cuaderno y la pluma puedo ver las puntas de los
cuernos del monstruo -si no son las puntas pues serán las partes medias de los
cuernos que, usted sabe, se enrollan dando al menos una vuelta-. Son oscuros
los cuernos, gruesos, astillados -claro-, huelen tan feo como la totalidad del
centauro y me dan alguna idea del tamaño real del mítico animal cuya presencia
aquí mismo, en esta fecha que es un hito occidental me va preocupando
sobremanera -sobre todo porque soy incapaz de hallar explicaciones, de
encontrar causas, de divisar un porqué. A modo de conclusión: soy un incapaz. Ni
siquiera sé querer a Madeleine como ella quiere ser querida, como me piden sus
manos, sus ojos, su boca, un cuerpo que me enloquece, está claro, pero yo tan,
ni siquiera puedo terminar de leer el texto que me propuse finalizar esta
tarde, con este calor indeseable y la demasiada luz para la penumbra que
pretendía crear mientras aquí la gente duerme como si nada, ajena al acecho del
monstruo que parece interesarse sólo en mí, primera vez-. Los cuernos que
parecen tener vida propia y hasta hacen ruidos, los ruidos crecen y las paredes
se resquebrajan y los pisos se rajan; ahora el centauro está como saltando, el
hedor es insoportable pero familiar; una suerte de alarido y pedazos de
cielorraso que van cayendo impunes. El suelo de baldosas antiquísimas se abre y
veo como una lava y es inevitable que yo me deje caer, voy cayendo, el tiempo
se hace más lento, los ruidos crecen pero me da la sensación de que sólo yo los
oigo; el terror no me permite gritar y estoy empapado de sudor y de baba de
centauro y caigo en la lava roja y fuego; no encuentro más remedio que empezar
a beber esta lava que no quema, curioso, casi como la presencia del monstruo,
que es el centauro pero que soy yo y no tengo otra que tragar litros y litros
de lava puesto que, en el mareo, es la única forma de salir que se me ocurre
para poder buscar algunas palabras en el diccionario. Omar Prego que le
pregunta a Julio Cortázar por la poesía y el propio Julio Cortázar se despacha
a gusto -si se ve que se siente muy cómodo- y ni el uno ni el otro han de
enterarse de qué es esto que me está pasando a mí, justo a mí y justo ahora que
empieza a tomar forma en mi cabeza un texto larguísimo que me he obligado a
escribir -no podría hacerse de otro modo- y entro en una vorágine de
lectorescritor que me da asco y me hace pensar cosas horribles de mí mismo y
entonces sobrevienen las quejas y los cuestionamientos y por qué tengo que
morirme así, tan trivial mi muerte, atado a una conversación entre Prego y
Cortázar y a un texto que me urge escribir por razones que no sé explicarme, en
todo caso las omito como omito las descripciones pero porque no hay mucho para
describir y caigo en cuenta de que soy tan inútil como el hecho sobrenatural de
ponerse a escribir una tesis de doctorado que quizás nadie jamás leerá. Pienso
como un nene, siento esperanzas, me vuelvo creyente a último momento y maldigo
el tiempo perdido pero no el de Proust solamente, maldigo todo el tiempo
perdido que he gastado persiguiendo en la literatura un no sé qué, un paraíso
que me malvendió Milton, un algo como satisfacción, una cosa que no existe, y
el centauro me ve a los ojos y yo lo veo a los ojos también y por primera vez
somos lo mismo, él y yo, monstruos en la lava que no quema pero que es
igualmente lava y casi que me abandono a mi suerte y a mi momento injusto de
morir y en ese cruce de miradas tan dispares veo que el monstruocentauro no es
otro que
Quirón, el mismo a quien diera voz Darío en el
Coloquio…, y me pregunto por qué he de
tenerle miedo si a fin de cuentas la lava y
Azul…
sí pero me llevo el libro.
Y entonces el centauro es
Madeleine. Está claro que ella es el monstruo pero debido a que antes el
monstruo he sido yo, lo perverso hecho carne y una pluma para desquitarme, para
desahogarme, para enroscarme en mi pellejo y envenenarme de veneno y soy
proyectil de semen; sólo resta saber cuál de los dos monstruos acezantes es más
fiero, más negro de noche núbil, más mugre, más harto y sangre; yo soy el
creador de Madeleine, del centauro Madeleine, de esa furia que ahora me
persigue y bien merecido lo tengo, yo, lacayo de lo abominable, gota que cae
porque sobra de lo aborrecible, desprecio humano, marabunta en cascada ripiosa,
géiser de fluidos violentos, yo violento, palabra asesina y busco el fin que
merezco, lo único que he ganado, el merecimiento, una lengua astillada y áspera
como de gato gigante me afeita la barba de días y aquí me estoy temblando, el
horror de la clarividencia, centauro Madeleine que me doblega y elige qué
mostrarme ahora mismo de mi propia memoria, selectiva desnudez de mi indolencia
pero cómo es posible si la quise tanto, si la quiero, mi vida Madeleine, mi
compañera Madeleine, mi esposa mi madre, sus ojos mis ojos, sus manos mis manos
pero mis manos… pero mis manos… Manos de monstruo, se me transforman, van
siendo peludas, terribles, garras cazadoras, predadoras, malditas, malditas
manos que despedazan, habré de cortarlas, tenazas de carne y hueso pero ahora
también pelos y uñas, garras, dije, garras, lo furibundo y el asco, debería
ahorcarme yo mismo, a mí mismo, con estas manos, quitarme todo rastro de una
vida de cuentas pendientes, de soledades acompañadas, de un fulgor espeluznante
y marchito. Monstruo yo que te he hecho a vos, Madeleine, a vos y al centauro
que está a punto de devorarme, su baba caliente y ácida y el volcán que tose y
la lava hirviente y ya no hay remedio, para nadie remedio, ya no hay cura, más
que mi muerte, una pluma enmohecida, palabras en el diccionario, dejame
quitarme los anteojos, el calor ya en los pies que van desintegrándose y unas
garras, manos garras, el deseo extinto, las burbujas, una luciérnaga indómita,
una esperanza de que andes bien, piba…
Nieto
Mayo
2017